Mi viaje comenzó unos cinco meses antes de la partida, cuando durante las vacaciones de Navidad leí en la web de Sea Kayaking Cornwall que Jeff Allen tenía previsto hacer una expedición a Alaska en el mes de Junio 2012 y había seis plazas disponibles. Reservé una de ellas, compré anticipadamente a buen precio los vuelos Madrid-Los Angeles-Anchorage y comencé a soñar.
Hice una larga lista de preguntas por resolver, analicé tiendas de campaña de cuatro estaciones, compré una y vendí la mía, de tres; compré un hornillo y un nuevo saco de dormir, completé las capas base de ropa que me faltaban, y mil detalles mas; busqué literatura e información sobre travesías en kayak en Alaska, analicé y descargué mapas del servicio geológico de Estados Unidos, recorrí webs sobre nutrición y tiendas y supermercados que vendiesen la comida apropiada leí sobre los alimentos que las aduanas permiten entrar en Estados Unidos y cuáles no, hice listas del material a llevar, que corregí mil veces, lo pesé y lo probé todo, lo metí en bolsas estancas y lo metí en mi kayak a ver si entraba, miré el clima esperado, contraté un seguro de viajes y, en fin, disfrute como un enano.
Y todo estuvo a punto de truncarse dos días antes de coger el avión.
Intenté levantarme pero el dolor era insoportable y el músculo de la pierna había perdido la fuerza de apoyo. Imposible moverme.
Pasó una chica en coche, paró, subimos, llegué a casa, me llevaron a urgencias y me diagnosticaron una rotura fibrilar en el gemelo derecho. La conversación allí fue, más o menos, como sigue:
Médico: “Tiene para mes y medio. Los próximos días reposo total, ponga todo el hielo que pueda y tenga la pierna el alto. Ha tenido suerte, el tendón no está afectado y no hay que operar.”
Mi mujer (entre deseando que me quedase y apenada por las consecuencias): “Dile adónde te vas el lunes.”
Yo (con la mirada suplicante y la voz más firme que pude): “Pasado mañana me voy dos semanas por Alaska en kayak. Pero no pasa nada, en el kayak se va sentado y la pierna no molesta.”
Médico (mirándome incrédulo durante unos segundos, los suficientes para darse cuenta, creo, de que yo no hablaba en broma): “Bueno, lo único que puede pasar es que se ponga peor y tarde más en recuperarse. Pero no creo que haya trombosis. Tenga cuidado y use la pierna lo menos posible.”
Ufff !! A pesar de todo, la suerte me acompañó esa mañana. La rotura, grande, no era “de operar”, y el médico de urgencias, joven y presuntamente deportista, debió reconocer en mis ojos las ganas locas que yo tenía de irme a Alaska.
El sábado estuve con hielo toda la tarde, el domingo regresé en coche a Madrid y el lunes me fui al aeropuerto, donde el Servicio de Movilidad Reducida de Aena me llevó hasta el avión en silla de ruedas.
Así, en silla de ruedas, pasé también sin problemas las Aduanas al llegar a Los Angeles doce horas después, donde pasaría la noche antes de enlazar con el vuelo hasta Anchorage.
Poco imaginaba yo, al acostarme, que a la mañana siguiente otro susto me estaba esperando antes de despedirme de Los Angeles.
Fue alrededor de las 8:00h cuando, al subir al shuttle que me trasladaba desde el hotel hasta el aeropuerto, escuché en la radio que la policía de Los Angeles había cerrado una hora antes la terminal 6 del aeropuerto tras encontrar una bolsa sospechosa que estaba siendo analizada. La terminal 6, añadió el locutor, era la terminal de Alaska Airlines, la línea aérea en la que yo iba a viajar.
Aquí queda la noticia, tal como la recogió la cadena abc esa misma mañana.
En el trayecto, de poco más de un cuarto de hora, pasaron por mi cabeza todas las opciones, en la que la más terrible era la posible cancelación del vuelo, y con ello el riesgo de no poder hacer la travesía. ¿Os imagináis? ¿Qué habría sucedido si yo no llegaba a Anchorage hasta el día siguiente? ¿Serían mis compañeros capaces de irse sin mí?
En fin, al llegar a la terminal 6 la gente se agolpaba en el exterior de las puertas de acceso, flanqueadas por una numerosa flota de coches policía, en lo que se asemejaba a los instantes previos al comienzo de las rebajas de El Corte Inglés o el lanzamiento del último modelo de iPhone.
Yo, a la pata coja, me bajé del microbús con la mochila en la mano y me senté en la acera a esperar novedades. Una media hora después la terminal se volvió a abrir y las hordas de pasajeros se lanzaron desenfrenadamente atestando en unos segundos los mostradores de Alaska Airlines.
Aproximadamente un par de horas más tarde, una compasiva y amable negrita del servicio aeroportuario me consiguió una silla de ruedas y pude embarcar sin más contratiempos, partiendo, menos mal, hacia Alaska.
Os voy a contar un secreto. Yo ya había estado antes en Alaska. Fue en 1986, el año en que el Challenger estalló en pedazos pocos minutos después de ser lanzado de Cabo Cañaveral, y el año del mundial de fútbol que iba a ser en Colombia pero que al final se celebró en México, debido a que el primero renunció por problemas económicos.
Los que ya teníais edad entonces quizá recordaréis que España jugó su primer partido contra Brasil, y Michel marcó un gol fantasma que habría significado que España se adelantase en el marcador. El gol, que entró con claridad, no se concedió, y al final Brasil terminó ganándonos 1-0.
Aquello sucedió el 1 de Junio de 1986, y yo vi el partido en directo en una habitación del Hotel Hilton en Anchorage, en un viaje que formaba parte de una beca con la que entonces estaba trabajando en Estados Unidos.
Así que, casi exactamente 26 años después, hoy regresaba a un lugar que me fascinaba y en el que apenas pude entonces pasar tres días que no dieron tiempo para mucho.
Volviendo al presente, el descenso de nuestro avión en su aproximación al aeropuerto de Anchorage fue conmovedor. El cielo, que había estado cubierto de nubes durante la última hora de vuelo, comenzó a abrirse, y dio paso a un espectáculo inolvidable. A ambos lados del avión se presentaba un horizonte interminable de montañas nevadas que descendían hasta el mar. Laderas cubiertas de bosques y glaciares y valles profundos de lagos helados que reflejaban el limpio sol del atardecer.
Durante bastantes minutos se hizo un completo silencio entre los pasajeros, ensimismados como estábamos en el paisaje circundante, que perseguíamos dirigiendo nuestras miradas ahora a la derecha ahora a la izquierda intentando abarcarlo todo, respirar a través de él, iluminar el alma. Esa fotografía y el sentir de un momento único se me han quedado grabados en la memoria.
A media tarde del martes 5 de Junio un taxi me dejó en el Bed & Beakfast de Anchorage que Jeff había reservado para pasar nuestra primera noche en Alaska, antes del inicio de la travesía al día siguiente.
Nueva sorpresa al llegar, porque allí no había ni rastro de Jeff ni del resto de la partida. En recepción me dieron un papel en el que había garabateado un teléfono, llamé y surgió la voz de Jeff al otro lado:
Jeff: “Hola Oscar, todo bien?
Yo: “Sí, sí, claro, fenomenal.”
Jeff: “Ha habido un pequeño malentendido y hemos tenido que cambiar de alojamiento, pero ya está solucionado. ¿Te queda alguna compra que hacer?“
Yo: “Sí, quería acercarme a la tienda de REI a por comida deshidratada y a un Wal-Mart a por cereales y alguna cosa más.”
Jeff: “La tienda de REI queda un par de manzanas calle abajo, si quieres acércate andando, haces las compras y luego te recogemos allí y vamos todos a Wal-Mart.”
Yo: … “Lo siento, Jeff, pero no puedo andar.”
Jeff: … ¿¿??… pausa…
Yo: “Verás, anteayer me hice una rotura fibrilar en el gemelo derecho y no puedo apoyar la pierna.”
Jeff: “… ¿¿¿???... ahh... está bien… no pasa nada, Stephen se acerca a recogerte en coche.”
Esa tarde conocí a mis compañeros de travesía, cuatro de ellos ingleses -Jeff Allen, jefe de la expedición, Stephen, Bill y Adrian- y un irlandés -Paul-, cenamos juntos, nadie comentó sobre mi estado, se encargaron de hacerme las compras de comida que aún me faltaban y a la mañana siguiente el gigantesco propietario/chófer de la empresa “Go Purple” nos trasladaba en su microbús tuneado desde Anchorage a Whittier, a una hora de distancia, para recoger nuestros kayaks.
So far, so good.
6 DE JUNIO. Llegada a Whittier. ¿Cabrá todo en el Kayak? Passage Canal.
Acampada en Squirrel Cove. Pensando en osos.
Sería alrededor de la una de la tarde del 6 de Junio cuando llegamos a Whittier, una pequeña población de unos doscientos habitantes que nació como base militar durante la segunda guerra mundial y que hoy, desaparecida ya la presencia del ejército, es el punto de acceso principal al Prince William Sound.
La tarde estaba gris y lluviosa, y enseguida encontramos la caseta de madera en la que esperaban nuestros kayaks. Jeff se los había alquilado a Tom Pogson, fundador y propietario de la Alaska Kayak School.
Tom es un veterano y uno de los pioneros en el impulso moderno del kayak en Alaska. Y, aunque la Alaska Kayak School tiene su base en Homer, unos trescientos km al sur de donde nos encontrábamos, Tom también alquila kayaks en Whittier, y su reputación es de ser alguien que se enorgullece del material que utiliza, como enseguida pudimos comprobar.
Los kayaks que íbamos a usar eran todos de fibra, cuatro de ellos del modelo Explorer de Nigel Dennis y los otros dos de la marca North Shore, los modelos Polar y Atlantic. Su estado, sencillamente impecable, difíciles de distinguir de unos nuevos, es más, diría que alguno seguramente se estrenó en nuestra travesía.
Las palas que usaron mis compañeros, también alquiladas a Tom, de primeras marcas, Werner y Lendal, a elegir, los chalecos, Kokatat y Palm, los cubres, Snapdragon, todo perfecto!
Aquí diré que, como para mí la pala es tan importante como el kayak, y desde luego más fácil de transportar, me llevé mi groenlandesa Black Light desde España. En el avión no se admite como equipaje de mano, y facturarla me costó 50€ a la ida y $20 al la vuelta -la cosa varía según la aerolínea y cómo le caigas a la persona del mostrador de facturación-, pero valió la pena. Con ella disfruté diez días de placer sin un solo callo ni un roce en las manos, sin ninguna molestia ni en las muñecas ni en los hombros, y con una felicidad de oreja a oreja. Un rato después me di cuenta que no era el único en estos caprichos, porque Jeff también se trajo su Black Light desde Inglaterra!
Las dos horas siguientes las dedicamos a estibar, como pudimos, todo nuestro material dentro de los kayaks.
He de reconocer que este fue probablemente el principal momento de ansiedad del viaje. Salí de España con una duda en la cabeza: ¿Sería capaz de meter unos 45 kg de peso, repartidos en 3 grandes bolsas estancas con ropa y calzado, otras 3 hasta arriba de comida, 6 más con material de acampada, 1 de aseo, 1 con material electrónico y cuatro botellas con 10 litros de agua en el kayak? Y si no cabía, ¿Qué haría con ellas? ¿De qué iba a prescindir?
Dos años antes había hecho una travesía de seis días en kayak en Croacia, y ya sufrí para poder meterlo todo dentro del kayak, pero ahora, yendo a una zona como Alaska en la que hay que llevar bastante más equipo debido a las expectativas de lluvia y frío, y con comida para diez días por delante, confieso que no las tenías todas conmigo.
Aunque había hecho pruebas antes en casa con mi Xcite y todo entraba razonablemente bien, no conocía el kayak con el que navegaría en Alaska. Al final resultó ser un North Shore Polar, significativamente más pequeño (5, 10 m de eslora vs 5,30 m), así que al empezar a estibar miré con una cierta envidia a los cuatro de mis compañeros que llevarían Explorers de Nigel Dennis, que me parecían gigantes al lado del mío.
Pues primera lección aprendida: no sufráis por esto, he llegado a la conclusión de que, si cabe en el avión… cabe en el kayak. Si nos atenemos a llenar a tope lo que cabe en la maleta de mano y los 23 kg de una maleta facturada -que es lo que Iberia acepta sin recargos en clase turista-, conseguiremos meterlo en el kayak, y quedará espacio para añadir otras dos bolsas estancas de 13 litros de comida comprada en el destino.
Al final, a base de meter más presión que en el metro de Tokio, entraron trece de las bolsas estancas y todo el agua en los tres compartimentos estancos, y la última bolsa la puse en la bañera entre mis piernas. Así viajé un par de días hasta que, al ir reduciéndose el volumen de la comida, pude resolver definitivamente el asunto a partir del tercer día.
Por cierto, antes de que se me olvide, aquí os dejo un mapa con la ruta completa que hemos seguido, con sus etapas, al final han sido 240 kms con dos días de descanso.
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6 de Junio, desde Whittier a Squirrel Cove, 13 km
7 de Junio, Blackstone Bay, 25 km
8 de Junio, desde el Glaciar Beloit a Surprise Cove, 32 km
9 de Junio, descanso en Surprise Cove, 4 km
10 de Junio, desde Surprise Cove a Applegate Island, 29 km
11 de Junio, desde Applegate Island a Crafton Island, 24 km
12 de Junio, desde Crafton Island a Chenega Island, 38 km
13 de Junio, desde Chenega Island a Chenega Bay en Evans Island, 34 km
14 de Junio, desde Chenega Bay a Icy Bay, 42 km
15 de Junio, recogida en Icy Bay
Después de cargar los kayaks, picamos algo en el café Orca, donde Jeff aprovechó para repasar algunas de las consideraciones relacionadas con la seguridad y hablamos de las posibles distancias a cubrir, sin cerrar una ruta concreta aún, que iría luego desplegándose cada día en función de nuestras fuerzas y las condiciones de la mar y el tiempo.
Eran exactamente las cinco de la tarde gris y algo lluviosa del 6 de Junio cuando subimos en los kayaks y dejamos atrás los muelles de Whittier. Comenzaban diez días en los que cada kilómetro recorrido nos alejaría de la civilización, sin cobertura del móvil ni aprovisionamiento previsto en ruta.
Passage Canal, que fue lo que cubrimos este primer día, ya da una idea de la grandiosidad que nos esperaba. Esta gran fiordo o entrante de mar, de unos quince kilómetros de longitud por unos dos de anchura, está flanqueado en ambos lados por montañas, vestidas de pinos desde sus cumbres hasta el mar, y rotas aquí y allá por cascadas formadas por el deshielo que comienza en estas fechas.
No habían pasado quince minutos desde que salimos de Whittier y ya avistamos una ballena, a unos trescientos metros de distancia. Al salir nos había avisado un pescador que había visto una hacía un rato, pero la verdad es que no pensamos tener tanta suerte.
Como estaba a una distancia razonable, pudimos contemplarla sin ansiedad, su lomo en “U” invertida entraba y salía del agua sin hacer ruido y sin molestar a nadie, seguramente a la búsqueda de alguna foca despistada, hasta que desapareció bajo el agua ante nuestras sorprendidas miradas. Embobado como te quedas, no te da tiempo ni a desenfundar la cámara.
Al ser una zona protegida por islas y recortada de fiordos, tanto el Passage Canal como todo el Prince William Sound presentan un estado de la mar en general bastante en calma, con algunas excepciones. Al no haber distancias importantes a mar abierto, no hay un gran mar de fondo creado por fetch, lo que hace que la mar que se forma sea por vientos de componente local, a los que hay que sumar las condiciones orográficas y las mareas y corrientes. Al menos a finales de primavera no nos encontramos con olas de altura superiores a 1 metr
Como excepciones habría que citar dos situaciones, una son los cruces a mar abierto entre unas y otras orillas de las bahías o fiordos, y entre islas, que son frecuentes y de entre cuatro y diez kilómetros, y la otra las entradas a los fiordos, que, si la corriente va en dirección contraría al viento y hay bajíos o estrechamientos pueden dar lugar a situaciones comprometidas, como alguna que vivimos y que os contaré más adelante.
En Passage Canal nos pareció que el único “peligro” era el oleaje de las estelas de los barcos que puede uno encontrarse, tanto del ferry que hace la ruta Whittier-Kodiak como de pesqueros y barcos de recreo o algunos barcos turísticos, aunque era pronto para la temporada de estos. En general no tiene mayores consecuencias que un poco de montaña rusa para añadir algo de distracción al tema, aunque algún principiante descuidado podría caerse al agua. No debemos olvidar que la temperatura del mar es muy baja en Alaska, y por tanto los riesgos de hipotermia están siempre presentes, incluso aunque nos encontremos cerca de la costa.
Disfrutando de la inmensidad del paisaje y llenando profundamente los pulmones con el fresco aire de la tarde llegamos dos horas después hasta Squirrel Cove, y decidimos que era un magnífico lugar para pasar la noche.
Squirrel Cove es una playa de piedras y guijarros –como todas las que vimos en Prince William Sound- en la que, tras cruzar un pequeño bosquecillo de pinos que hay detrás de ella, se abre un claro junto a la falda de una montaña nevada, completamente llano y con una hierba mullida pidiendo a gritos que montes en ella tu tienda de campaña.
Squirrel Cove reunía, además, los otros dos requisitos necesarios para acampar en Alaska, a saber: nos permitía separar la zona de acampada entre ochenta y cien metros de la zona de cocina, y además tenía árboles para poder colgar de ellos la comida y la basura durante la noche.
Estas dos “normas” son del todo imprescindibles para protegernos de la presencia de osos, que siempre está latente, y que disponen de un olfato muy fino para cualquier resto de alimento.
Con una población de casi 100.000, entre pardos, grizzlies y polares, los osos son el principal riesgo para la vida al aire libre en Alaska, y antes de acampar en cualquier parte es recomendable recorrer la zona para revisar si hay huellas o excrementos recientes de osos, en cuyo caso lo más recomendable es continuar a otro lugar.
Así que, después de una breve exploración por Stephen y Jeff y con todo despejado, comenzamos a desembarcar. Saqué la bolsa con mi tienda de campaña y subí, cojeando y agarrándome a los árboles, por la pendiente del bosquecillo hasta el claro. Tardé unos quince minutos, con bastante esfuerzo y molestias en el pie, y mientras montaba a gatas la tienda llegué a la conclusión de que sería imposible para mí volver a bajar y subir cuatro o cinco veces más hasta la playa para recoger el resto de mi equipo.
En estas estaba, pensando cómo me las iba a apañar, cuando cuatro de mis compañeros me dieron la alegría de la tarde, presentándose cargando mi kayak al completo, con todo el equipo dentro. Mi esfuerzo no había pasado desapercibido para ellos y, poniéndose en mi lugar, optaron por echar cuatro manos al asunto y, viendo que Mahoma no podía ir hasta la montaña, llevaron la montaña hasta Mahoma.
Unos días después, cuando me fui recuperando algo, comencé a ayudar a mover los kayaks, y pude darme cuenta del esfuerzo que significaba cargar con seis kayaks de ochenta kilos de peso cada uno para bajarlos desde la línea de pleamar hasta la orilla, quedándome en pocos minutos reventado y todo ello sin haber aún comenzado a remar.
Desde aquí les quiero dar las gracias a mis compañeros de travesía, que no sólo cargaron cada día con mi kayak, a la hora de comer y a la de cenar, y que me ayudaron a embarcar y desembarcar cuando lo necesité, sino que además lo hicieron sin una queja ni un mal comentario, y habitualmente con una sonrisa en sus labios.
Adrian hizo un pequeño fuego, cenamos en la playa –sólo tuve que bajar una vez- y después recogimos en bolsas estancas todos los alimentos que estuviesen abiertos y pudiesen desprender el más mínimo olor para que Jeff, con ayuda de Stephen y después de varios intentos, consiguiera colgarlos en las ramas de un árbol por encima de los tres metros de altura, alejados del alcance de los osos y tal como recomiendan los cánones.
Aún así, en Squirrel Cove nos fuimos a dormir con un oso entre ceja y ceja, y, aunque con el paso de los días fuimos restándoles protagonismo en nuestros sueños, nunca nos los quitamos del todo de la cabeza.